Por Horacio Enrique POGGI
El
mundo comienza a descubrirlo y a
asombrarse. La personalidad del papa Francisco impacta, alegra, emociona. Es el padre jesuita Jorge
Mario Bergoglio. Argentino, porteño del barrio de Flores. Hincha de San
Lorenzo. Un hombre humilde, de prácticas austeras, abierto al diálogo,
respetuoso de la diversidad, que hizo de Cristo el centro de su vida espiritual
y terrenal. Nada de lo que predica hoy desde la silla de Pedro es nuevo en
él, los argentinos que se sorprenden es porque lo han ignorado. O peor: otros
(y otras) hasta lo ningunearon, dejándose llevar por la soberbia del poder. Lo
trascendente es que las primeras señales emitidas por Francisco comienzan a
definir un pontificado con inmensos desafíos.
Francisco
nos habla de los pobres. Pero vive como pobre. No hace demagogia, mucho menos
populismo, esa práctica perversa de los nuevos oligarcas que usan a los pobres
para enriquecerse y dejarlos en la pobreza.
Francisco
predica con el ejemplo. Quiere una Iglesia pobre y para los pobres. Se refiere
a los pobres del Evangelio, a los que les falta vivienda, ropa y comida, pero
también a los que tienen hambre y sed de justicia. No hace una opción clasista,
sociológica. Hace una opción pastoral integral como sumo pontífice de la Iglesia católica apostólica
romana.
Francisco
se apersona en el hotel donde se alojó y paga su estadía. Nada de privilegios.
Esos privilegios que abundan en los codiciosos (y codiciosas) que se amparan en
la vanidad, el lujo y la vulgaridad.
Francisco
se cruza con un cardenal acusado de encubrir a curas pedófilos y le pide que se
aparte del templo. Más que una señal, una clara decisión tendiente a limpiar la
sotana blanca que nunca debió ser manchada por este tipo de escándalos.
Francisco
insta a los periodistas a informar con verdad, bondad y belleza. Lo hace en
tono coloquial, cálido, alejado de cualquier intención de manipular a los comunicadores
ni de reprenderlos por ejercer su oficio en uno u otro sentido. Se sale del
protocolo y les dice: “Mirá que han trabajado, ¿eh?” Y sonríe. Los bendice. Los
abraza.
Francisco
se viste con sencillez. La sotana blanca cubre un viejo traje negro y los
zapatos gastados de tanto peregrinar junto a los pobres y pecadores del
Evangelio. Algunos tuvieron la osadía de bajarle línea el mismo día que
fue elegido Papa. Justamente a él. A Francisco de la calle, que pastoreó
siempre en los barrios humildes y en las villas. Que tendió puentes de amistad
y unión con el judaísmo y otros credos. Que se preocupó por escuchar a los
ninguneados y difamados porque él sufría en carne propia los golpes miserables
de gente miserable que ahora se desvive por estrecharle su mano y sacarse una
foto “diplomática”...
Francisco,
impregnado del espíritu del Pobre de Asís, ha empezado a cargarse la Iglesia al hombro irradiando
luz de santidad. Sin los zapatos rojos, sin el anillo de oro, sin la cruz de
oro. Con todo el oro del Amor de Cristo Jesús.