16 marzo 2013

EL PAPA DE LOS HUMILDES




Por Horacio Enrique POGGI

El mundo comienza a descubrirlo y  a asombrarse. La personalidad del papa Francisco impacta, alegra, emociona. Es el padre jesuita Jorge Mario Bergoglio. Argentino, porteño del barrio de Flores. Hincha de San Lorenzo. Un hombre humilde, de prácticas austeras, abierto al diálogo, respetuoso de la diversidad, que hizo de Cristo el centro de su vida espiritual y terrenal. Nada de lo que predica hoy desde la silla de Pedro es nuevo en él, los argentinos que se sorprenden es porque lo han ignorado. O peor: otros (y otras) hasta lo ningunearon, dejándose llevar por la soberbia del poder. Lo trascendente es que las primeras señales emitidas por Francisco comienzan a definir un pontificado con inmensos desafíos.

La Iglesia viene en picada. Ha perdido fieles. Ha sido salpicada por escándalos varios. Sin embargo, Benedicto XVI inició un proceso de cambios audaces. Cortó de cuajo cualquier posibilidad de encubrimiento de casos de pedofilia. Saneó el manejo de las finanzas del Instituto para las Obras de Religión (más conocido como el Banco Vaticano). Profundizó el ecumenismo. Cobijó a los jóvenes con ternura evangélica. Cuando vio que sus fuerzas desfallecían, dio un golpe de timón y -como su actual sucesor- dejó atónito al mundo por su sinceridad y honestidad. Renunció. Dio un paso al costado abriéndole las puertas a la renovación. A Francisco.

Francisco nos habla de los pobres. Pero vive como pobre. No hace demagogia, mucho menos populismo, esa práctica perversa de los nuevos oligarcas que usan a los pobres para enriquecerse y dejarlos en la pobreza.

Francisco predica con el ejemplo. Quiere una Iglesia pobre y para los pobres. Se refiere a los pobres del Evangelio, a los que les falta vivienda, ropa y comida, pero también a los que tienen hambre y sed de justicia. No hace una opción clasista, sociológica. Hace una opción pastoral integral como sumo pontífice de la Iglesia católica apostólica romana.  

Francisco se apersona en el hotel donde se alojó y paga su estadía. Nada de privilegios. Esos privilegios que abundan en los codiciosos (y codiciosas) que se amparan en la vanidad, el lujo y la vulgaridad.

Francisco se cruza con un cardenal acusado de encubrir a curas pedófilos y le pide que se aparte del templo. Más que una señal, una clara decisión tendiente a limpiar la sotana blanca que nunca debió ser manchada por este tipo de escándalos. 

Francisco insta a los periodistas a informar con verdad, bondad y belleza. Lo hace en tono coloquial, cálido, alejado de cualquier intención de manipular a los comunicadores ni de reprenderlos por ejercer su oficio en uno u otro sentido. Se sale del protocolo y les dice: “Mirá que han trabajado, ¿eh?” Y sonríe. Los bendice. Los abraza.

Francisco se viste con sencillez. La sotana blanca cubre un viejo traje negro y los zapatos gastados de tanto peregrinar junto a los pobres y pecadores del Evangelio. Algunos tuvieron la osadía de bajarle línea el mismo día que fue elegido Papa. Justamente a él. A Francisco de la calle, que pastoreó siempre en los barrios humildes y en las villas. Que tendió puentes de amistad y unión con el judaísmo y otros credos. Que se preocupó por escuchar a los ninguneados y difamados porque él sufría en carne propia los golpes miserables de gente miserable que ahora se desvive por estrecharle su mano y sacarse una foto “diplomática”...

Francisco, impregnado del espíritu del Pobre de Asís, ha empezado a cargarse la Iglesia al hombro irradiando luz de santidad. Sin los zapatos rojos, sin el anillo de oro, sin la cruz de oro. Con todo el oro del Amor de Cristo Jesús.