Después de cada gol, Lionel Messi hace la señal de la cruz mirando al Cielo. Cuando una vez le preguntaron sobre su habilidad futbolística, se limitó a contestar que era un don de Dios. Apenas terminó el partido heroico que consagrara a la selección argentina campeona del mundo, se refirió a la Copa en estos términos: “Sabía que Dios me lo iba a regalar, presentía que iba a ser esta”.
En un mundo atravesado por
el materialismo, la idolatría y la mitificación demagógica, la Fe es relegada
al ámbito doméstico y quien profesa un credo religioso es considerado sapo de
otro pozo, máxime si es ajeno a escándalos sentimentales y no milita en la globalización
ideológica que impone la vulgaridad y el disparate como estilo de vida.
La lección que deja este
deportista sabio y prudente, es que cada uno de nosotros se dedique a lo suyo
con esfuerzo, profesionalismo y respeto. El mérito vale. Ignorarlo es apostar
al fracaso. Por eso, Messi nos enseña que, para alcanzar metas mayores, las
palabras deben ser esclavas de la cultura del trabajo y tener el respaldo de
una ética personal. Es decir, sin conducta recta el camino siempre será torcido.
Durante varios minutos
pudimos ver a Messi, en el campo de juego, con sus hijos, esposa y familiares
directos celebrando la obtención de la Copa, sonrientes, abrazados, agradecidos
y en paz. Una escena tal vez inadvertida por la euforia del momento, pero de
profundo contenido cristiano y patriótico. Esa es nuestra identidad nacional expuesta
por un Grande devenido en Gigante desde la humildad.
Demos gracias a Dios por permitirnos
disfrutar del mejor jugador de todos los tiempos. Dentro y fuera de una cancha
de fútbol, vestido de celeste y blanco.
Horacio
Enrique POGGI
Mariano Acosta, 19 de
diciembre de 2022.